Los residentes de San Miguel transitan presurosos surcando nuestra querida plaza, un gran número de peatones se detiene y eleva su vista enfocando el corazón en nuestra iglesia, es entonces cuando el imperio de la FE despliega sus celestiales colores y somos socorridos por un torrente de beatitud que reconforta el alma.
Es invierno y las hojas de los árboles de la plaza se han marchado, dejando desnudas ramas en frío paisaje de murmullos. Las bulliciosas palomas buscan alimento entre las gastadas baldosas del pueblerino lugar, desplegando su plumaje suave iluminado por los ángeles guardianes de la catedral.
Trabajadores, estudiantes, comerciantes y los atorrantes del boliche musitan canónicas oraciones; otros, más habituados a “charlar” con DIOS, improvisan genuinos diálogos de puro amor. También vemos a compañeros de jornada ingresar al templo con emocionada reverencia para encontrase íntimamente con lo trascendente.
Las hermosas parroquias de nuestros barrios forman una diadema de esperanza que se enlaza indisolublemente con nuestra catedral; mucho más que una hermosa y bella construcción, el sentimiento del santuario que emana a través de sus legendaria paredes y las oraciones de centenares de miles de fieles de ayer y hoy son un manantial de pensamientos buenos que mejora nuestra sociedad. Los cotidianos compromisos fatigan nuestro ánimo y olvidamos lo efímero de este paseo por la tierra, y a este fugaz segundo de existencia física le entregamos una desmedida atención, olvidando nuestra verdadera naturaleza… Pero es ahí, cuando desde nuestra venerada catedral el clarín de atención surge y encontramos el horizonte perdido. Pasemos por la iglesia, ingresemos a nuestro “infinito rincón interior”. Allí comenzaremos a encontrar las grandes respuestas. Sobre todo dialogaremos con los seres queridos que ya dejaron este mundo y están vivos en más amplia libertad, ¡pasá a nuestra catedral…!
Máximo S. Luppino
Publicado en el DIARIO LA Hoja
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